Mamerto Menapace es sacerdote católico y monje de semi-clausura (porque puede salir de vez en cuando) en la abadía benedictina ubicada a 22 kilómetros al sur de la ciudad de Los Toldos, en la provincia de Buenos Aires. De muy joven se erigió en un reconocido contador de cuentos camperos, a través de los cuales hasta hoy nos hace reflexionar sobre nuestra relación con lo sagrado, con la naturaleza y como seres en comunidad.
Como dice el refrán que “Dios los cría y el viento -de las afinidades- los amontona”, con los años, lógicamente se hizo amigo de Luis Landriscina y de René Favaloro, tan grandes referentes de la identidad nacional como él.
Mamerto llegó a aconsejar que para llegar a ser sacerdote argentino había que tomar mate y usar poncho –él luce uno rojo con guardas negras, que le regalaron hace muchos años-, dos recomendaciones que hay que entender de modo metafórico. Es decir, que lo importante para ser “profeta” en la tierra de uno, es hablar y vivir como la propia gente y además, hablar de modo sencillo para que entiendan todos.
Este cura gaucho es poeta, escritor y narrador de cuentos criollos, en su mayoría, en un lenguaje gauchesco y campero. Ha escrito 52 libros y llegó a escribir los salmos de la Biblia en versos criollos. Una vez, al aire en radio, Luis Landriscina le preguntó si su apellido se pronunciaba “Menapache”, a lo que él le respondió: “Si Usted me dice ‘Menapache’, yo a Usted lo debería nombrar como ‘Landrichina’” (risas). Y cuando se presenta suele ironizar con el humor que lo caracteriza: “Soy Mamerto, pero no ejerzo” (más risas).
Con Mamerto Menapace estuvo conversando Bichos de Campo:
Cuenta Mamerto que casi toda su vida sucedió en el medio rural. Nació en Malabrigo, un pueblo cercano a la ciudad de Reconquista, en el Chaco santafesino, el 24 de enero de 1941. Se crió en la fracción de una estancia, pero donde predominaban los obrajes de los ingleses de La Forestal, con abundancia de hombres nativos que trabajaban el quebracho y hablaban guaraní, y de chacras de gringos que hablaban tirolés y cultivaban algodón, sector al que él pertenecía.
Uno puede preguntarse cómo Mamerto fue a parar desde el norte santafesino al centro de Buenos Aires. Él mismo responde: “Fui a una escuelita rural de barro y paja que terminaba con cuarto grado, porque era para aprender a escribir, leer, contar, y pará de contar y a trabajar (risas). Y en realidad yo quería seguir estudiando, porque había dos opciones en mi vida: o hacerme folklorista o misionero, porque tenía un tío que trabajaba en las misiones franciscanas en Formosa. Y yo siempre me sentí tironeado en mi vida por Dios y por la tierra. Y después se me dio la gracia de vivir en el monasterio donde pude juntar las dos cosas: mi tierra con mi fe. De pronto me surgió venir al seminario menor en Los Toldos. En septiembre de 1952 viajé durante 4 días y acá terminé cuarto grado con mis 10 años”.
La historia del bello monasterio de Los Toldos se originó cuando en 1930 dos monjes suizos comenzaron a buscar, en el sur de América, un lugar para edificar un monasterio dedicado a la Virgen Negra que se venera hasta hoy en Suiza desde hace varios siglos. Un 3 de mayo de 1948 llegaron desde Suiza, 12 monjes a la zona de Los Toldos, a un campo de 700 hectáreas que les donó una viuda, para vivir, rezar y compartir su fe con la gente. Apenas había una pequeña construcción, fundaron allí el monasterio “Santa María de Los Toldos”, montaron una economía agrícola-ganadera de subsistencia, con vacas lecheras, tambo y elaboración de quesos, plantaron árboles frutales e hicieron huerta. Allí también se emplazó una escuela agrícola, donde Mamerto continuó sus estudios, y un convento de monjas benedictinas.
Mamerto nos hace repensar el aprendizaje y la sabiduría: “En primer año me bocharon en castellano, y después escribí 52 libros. En segundo año me bocharon en geografía, y después viajé por todo el mundo. Y en tercer año me bocharon en contabilidad, y después fui el responsable de la economía del monasterio por 4 años, para que veas que los ‘bis’ a veces sirven. En castellano me pidieron que escribiera una carta en tercera persona y yo escribí un cuento, y me mandaron a marzo” (risas).
“Después estudié en un monasterio de Chile, que en esa época estaba en el medio del campo, y un año en Roma, que fue el único año que viví en medio del ruido de la ciudad. Y cuando volví a Los Toldos, me encargaron la economía del campo, pero yo lo había dejado con bueyes y me encontré con maquinaria nueva, reuniones con CREA y tuve que aprender todo, vivir en otro mundo rural. Menos mal que teníamos un buen capataz entrerriano, bien criollo”.
-¿Cuándo se cruzan Dios y la tierra?
-Yo creo que no se cruzan, se imbrican. Yo descubro a Dios en la tierra, mucho más que en los libros o en el estudio. Dios se me manifiesta en la naturaleza, de modo muy claro, con sus ritmos, con la vida. Cuando estudiábamos la teoría de la evolución, yo decía: ‘el hombre no desciende del mono, sino que asciende por entre los monos, así como la espiga no desciende de las hojas, sino que asciende por entre las hojas. Yo creo que Dios aparece por entre las cosas, no es que descienda, no es que yo lo vea a Dios en la naturaleza, sino que la naturaleza me habla de Dios.
-¿Y en la gente de campo se manifiesta Dios?
-Me tocó durante 20 años acompañar a una comunidad de hermanitas que trabajaban en la tribu de Coliqueo y estuve muy en contacto con la fe de la gente sencilla. Recuerdo que a una señora le dije que rezara el Credo, y ella en vez de decir que Dios vendría a juzgar a los vivos y a los muertos, dijo que ‘vendría a jugar con los vivos y los muertos’. Y me pareció genial. Ahí empecé a estudiar teología con la gente. Esa gente me sacó de la frialdad de los conceptos, que nunca entendí demasiado.
-¿Eso fue lo que te llevó a escribir y rescatar ese tipo de historias?
-A mis 22 años yo estaba en Chile y pasé una crisis existencial muy fuerte, una angustia que me duró dos largos años, por la que no tuve ganas de suicidarme pero sí confieso que tuve miedo de suicidarme. Y un viejo médico psiquiatra me dijo: “Vos tenés que hacer algo que te guste. ¿Te gusta tocar la guitarra?” y yo le dije que mi problema era La Menor… ni la menor idea (risas)…“¿Y escribir?”, me dijo. Eso sí, pero no sabía qué escribir, y me dijo: “Hacé como la oveja, producí lana, y con el tiempo podrás esquilarla y hacer un poncho o lo que sea, es decir, escribí y sacá pa’juera lo que te tiene atorado por dentro”. Y vi que era cierto, porque haber dejado la familia a mis 10 años y entrado en un monasterio fue un embrollo que me atoró. Entonces empecé a escribir sobre temas religiosos. Y un día la editora me dijo: “Mejor escribí cuentos”. Y así empecé, a puro cuento.
-¿Y los inventabas vos o sucedían realmente?
-Mirá, se dice que el que se copia de otro es un sinvergüenza, el que se copia de varios es un plagiario, y el que se copia de todos es un investigador. Yo soy un investigador. Los grandes fabulistas no crearon, sino que recogieron y adaptaron. Nadie inventa un árbol, vos plantás la semilla, pero no creaste el árbol.
-¿Fue esta búsqueda la que te llevó a conocer a Luis Landriscina?
-Con él había una empatía, él nació en Colonia Baranda, un poco más al norte de donde yo nací, después se crió más al sur en Pedro Gómez Cello y de adolescente se fue a Villa Ángela. Él es de una fe básica como la mía, y quería hacer un catecismo en base a cuentos. Finalmente sacamos “Los valores con humor”. Hicimos juntos un Luna Park con “El amor es cosa seria”. Después hicimos otro, con Favaloro y Eduardo Falú, “El milagro y el valor de la vida”. Fijate que Landriscina no pasó sexto grado de primaria y tiene 2 doctorados. Él tiene un don, no cuenta, pinta.
-¿Con este progreso, no hay cierta pérdida de ángel en la ruralidad?
-Me entristece, pero por otro lado me alegra cuando uno vio emparvar lino en verano, con los calorazos del Chaco, para pucherear apenitas. Pero la vida rural en un día de lluvia, con tortas fritas, es una fiesta. A mí en el campo, me socializó la capilla y la escuelita rural. Siento cierta nostalgia de mi tierra, pero no me asusta el tiempo que vivimos, el que les toca a los jóvenes. Estos tendrán que prepararse para la inteligencia artificial, etc. Desde 1995 a 2022 fui Abad Presidente de la Confederación Benedictina de la Santa Cruz del Cono Sur, la cual reúne a unos 17 monasterios de Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay. He recorrido el mundo entero y me quedo en la Argentina, porque acá tengo mi corazón. Y hoy no tengo radio, ni tele, ni celular, y sólo me manejo por emails.
“Vengan para el campo, que somos gente buena, abajencé que no hay perro. Estoy contento del tiempo que me tocó vivir y del que me toca vivir. Ahora, del siguiente, se arreglan Ustedes”, se despidió. El Padre Mamerto Menapace nos obsequió, al final de la entrevista, los versos de “Como yo lo siento”, de Osíris Rodríguez Castillos.
Menapace es autor de los libros: “Un Dios rico en plata”, “La sal de la Tierra”, “Fieles a la vida”, “Salmos criollos”, “Las abejas de la tapera”, “Madera verde”, “Cuentos rodados”, “Entre el brocal y la fragua”, “Nuestra tierra y nuestra fe”, “El paso y la espera: rumiando la vida”, Cuento con ustedes”, 1 y 2, “Humorterapia, cura con cuentos”, “Inventario de cuentos y recuerdos”, “Cuentos matizados”, “Puro cuento. Vida de monjes”, “Añoransias”, “Cuentos Tocayos”, “Fabulario” 1 y 2, “Mano a Mano”, “Virtudes Choique y otros cuentos”, “La estrella y el árbol, raíces y sueños” y muchos más, todos sacados a la luz por Editora Patria Grande.
La entrada El cura gaucho Mamerto Menapace, a los 82 años, continúa enseñándonos a valorar la ruralidad: “Siento cierta nostalgia de mi tierra, pero no me asusta el tiempo que vivimos” se publicó primero en Bichos de Campo.