Roberto Fernández es (entre otras cosas) ingeniero agrónomo, doctor en Biología, profesor de la cátedra de Ecología (Fauba), investigador del Conicet y tiene una maestría en recursos naturales. Además, acaba de publicar un libro que se llama Agronomía, medioambiente y alimentación: tecnologías e ideologías.
Ya el título en sí mismo dispara muchas preguntas. La primera tiene que ver con que Roberto sostiene que “se habla mucho de generar conciencia ambiental y sin embargo, me parece que esa etapa ya está cumplida”. Enseguida uno piensa: ¿en qué sentido? Porque más bien se diría que nos falta mucho.
Pero la respuesta tiene que ver con otra forma de ver las cosas y se puede resumir así: tener información es importante pero no suficiente.
Entonces, la idea de que una persona, luego de ser expuesta a ciertos datos, se vaya a comportar diferente, es errónea.
Un ejemplo muy claro es el tabaco: todo el mundo sabe que hace mal y sin embargo la gente fuma, incluso siendo médicos. Y esto se aplica a cientos de contextos: mostrar estadísticas de pobreza no alcanza para que haya cambios; machacar sobre estadísticas de extinciones no sirve para que las especies se salven.
“Hay que tener claro que tomar conciencia no es suficiente. Quizás un camino sea cambiar el contexto. En el caso del cigarrillo mucha gente dejó de fumar no solo por el daño que causa sino porque está mal visto, hay una penalización social. Con otros temas podría ocurrir lo mismo: si ciertas prácticas comienzan a estar mal vistas, las conductas cambiarán”, explica el autor del libro.
Pero, claro, para esto es necesario modificar ciertos “valores” y que aquello que hoy se toma con naturalidad o indiferencia, empiece a importar, empiece a ser cuestionado.
-Usted plantea que hay dos “planetas”, el 1 y el 2 (los que tienen y los que no tienen): “Un subconsumo inaceptable en el Planeta 2 conviviendo con impactos excesivos sobre el ambiente por el sobreconsumo del Planeta 1”.
-Sí, eso suele verse claramente entre países, pero destaco que también ocurre dentro de cada país, y tiene que ver con lo que venimos hablando. El cambio de comportamiento surge con la sanción social. Esas mismas personas que te dicen hay que salvar al oso hormiguero no ven la relación que hay entre esa especie y lo que ellas consumen a diario. Es decir, no se ve la conexión con la vida propia.
-Muchos agrónomos volcados a la agroecología dicen que la carrera nunca les enseñó que se puede producir así ni a pensar el sistema como “un todo”. ¿Cómo lo ve usted, siendo docente?
-Si hay algo que se enseña en todas nuestras carreras es la visión holística, de los sistemas como un todo. Pero luego se sale al mundo, al contexto capitalista, y hay que enfrentarse con otras limitaciones. Los alumnos, al hablar de producir sin agroquímicos, me han dicho: “Yo te escucho pero el lunes vuelvo al laburo y sigo con lo mío porque es lo que me conviene/lo que me dejan hacer”. Es un tema muy complejo y directamente vinculado al consumo. Por ejemplo, la horticultura usa muchos insecticidas porque en la verdulería la gente no quiere fruta que tenga ni una manchita, aunque sea totalmente inocua. Entonces el productor tiene que aplicar insumos para que no le bajen el precio. Y de esto –quizá sin saberlo- es parte el mismo consumidor que se queja del uso de agroquímicos.
-En la carrera de Ciencias Ambientales, ¿cómo se trata la relación ambiente y producción?
-Ocurre algo muy interesante: que los mismos alumnos dicen que entran a la facultad como ambientalistas y salen ambientólogos, es decir, entendiendo mejor de qué están hablando. Y una de las conclusiones que sacan es que hacer las cosas “bien”, o sea, cuidando el ambiente por sobre todo, sale más caro.
-Usted en su libro asocia al veganismo a la protesta por la pérdida de biodiversidad debido al avance de la frontera agropecuaria. ¿Acaso no es cierto que se pierde biodiversidad cuando se desmonta?
-Sí, pero aquí veo una luz de esperanza, aunque suene utópica: los bosques son de las provincias y allí cada gobierno decide qué hacer. El ecoturismo puede ser una oportunidad de generar ingresos teniendo el monte en pie. Lo que pasa también es que hay una suerte de pereza intelectual porque el campo ha sido siempre una gran fuente de ingresos, siempre ha sacado las papas del fuego. Y cuesta salir de ese escenario confortable.
-Al hablar con gente de la agroecología está convencida de lo que hacen y los productores convencionales también. Ambos consideran que lo suyo es lo mejor. ¿Cómo es?
-Los dos tienen, en parte, razón y esa lógica binaria es en el fondo el problema. Si uno habla con un agrónomo ´duro´ que hace plata con la soja dirá que el glifosato bien manejado no hace daño y está convencido de que así es. Y el agroecólogo está convencido de que aún con buenas prácticas, los agroquímicos dañan.
-¿Es una cuestión de convicciones?
-En verdad, estamos decidiendo qué retorno va a tener una actividad legal y productiva como es la producción de soja, que está hecha con glifosato pero que es la que trae dólares al país. Hay costos y beneficios. La agroecología lleva consigo la mística de lo que debemos hacer y cuestiona el paradigma capitalista. Se puede cambiar, sí, ¿pero estamos dispuestos a todo lo demás que implicaría ese cambio? Un pequeño aporte: que esta facultad (de Agronomía de la UBA) saque un libro que cuestione la lógica binaria y maniquea predominante, ya es un cambio. El gran tema es que solo hay comunicación dentro de cada tribu.
-¿Cómo es eso de la tribu?
-Hay una cuestión de fanatismos que no permiten ver la realidad: por ejemplo, hay gente muy bien formada pero que cree que el cambio climático es un invento. Y esto es así porque en su “tribu” circula otra realidad y quien traiga algo que haga dudar, es cancelado a rajatabla. Todas las tribus hacen lo mismo y así el pensamiento de grupo se torna dogmático y agresivo. La clave está en establecer lazos entre las tribus. Quizás una forma de lograrlo es a través de las personas que tienen diálogo con varias tribus. Ese podría ser el puente.
-¿Se dice que “dato mata relato” pero usted sostiene que es al revés. ¿Por qué?
-Porque todos queremos tener razón, es humano. Y siempre fue así, no es algo de ahora. Pensábamos que las redes sociales iban a unificar la comunicación, pero no: se transformaron en vasos comunicantes al interior de cada tribu que demonizan al otro, al que no es de la tribu. Nos cuesta mucho salir de nuestro propio táper.
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