Literatura agropecuaria para el fin de semana: El Parque (parte final), por Silvestre del Campo

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PAPÁ. Mi viejo no llegó a conocer el campo de Corrientes ¡Una lástima!

Era un vasco sobrio, prolijo y guapo, tenía un señorío natural.

Estuvo bastante bien y lúcido hasta el final, pero en sus últimos años, cuando ya teníamos armado algo más o menos organizado, no hubiera sido aconsejable traerlo y menos todavía hacerlo pernoctar en un lugar aislado.

No era nada tonto y había tenido sus ideas en cuestiones técnicas, pero sus ocupaciones y el tiempo transcurrido entre la universidad y su vuelta a la producción agropecuaria lo alejaron de las novedades dejándolo desactualizado en lo técnico. De cualquier manera, el norte es demasiado diferente a lo que él conocía y dudo que hubiera entendido qué hacíamos.

Literatura agropecuaria para el fin de semana: El Parque (primera parte), por Silvestre del Campo

Con mi mujer pudimos empezar en Corrientes con una fracción relativamente chica y sin mejoras que no merecía ser llamada establecimiento. Montes, bañado, malezal, potreros grandes y alambrados tirados por el suelo, nada que ver con los de 6 ó 7 hilos y postería de quebracho, los únicos materiales que papá concebía, lo único que yo había conocido de chico.

Cuando llegamos a tener algo más o menos organizado el viejo ya estaba grande y tampoco habría podido adaptar su formación y su visión de las cosas a los ambientes desafiantes y la idiosincrasia de estas zonas marginales.

Y antes, cuando recién compramos y por unos cuantos años más, no habría tenido sentido invitarlo. Se habría preocupado por mi aventura.

¿Cómo pude haberme metido con una fracción de monte y malezal, adonde ni siquiera se podía llegar en vehículo? Por barata que fuera.

Supongo que habrá sido así porque hasta ahí llegábamos con la poquísima plata que teníamos, como el chico que va al kiosco, entrega un puñado de monedas al kiosquero y le pide tantos caramelos como lo que alcance.

Un campo difícil que sin embargo ofrecía alternativas productivas, aunque estaba muy mal de infraestructura. Casi sin aguadas y los alambrados quemados por el fuego y las inundaciones o perdidos en el pajonal. Papá lo habría considerado una locura, si yo mismo lo pensé más de una vez en los momentos difíciles de esos primeros años.

Aunque creo que le habría gustado la belleza del panorama, con especies subtropicales tan lindas como muchas de las que visten los parques de la pampa húmeda diseñados por paisajistas de renombre como Thays o Carrasco.

Acá tenemos palmares de Yatay, Carandaí y Copernicia, espinillares de Ñandubay y cantidad de especies estupendas que nos entregan la belleza de su silueta, el color del follaje y hasta florecen perfumando el campo, como el  Chañar, el “Niño Rupá” y el Santa Fe.

Estoy seguro de que papá me habría prestado la oreja tratando de mostrarse interesado en aspectos productivos que entonces me importaban muchísimo y hoy no tanto, por el estilo de las que le importaron a él cuando era joven y pudo comprar un pedazo de campo o como las que hoy le importan a mi hijo.

Aunque papá murió antes de que pudiera traerlo para ver algo más o menos organizado, a veces fantaseo con que me visita en Corrientes, que le gusta y llega a ponderar el orden y la prolijidad que él valoraba tanto.

Y aquí estoy ahora, lamentándome por el estado de mí parque tan deteriorado, a pesar de ser muchísimo más chico y humilde que aquel que fue su obra en la provincia de Buenos Aires, fuente de vivencias de tantos hermanos.

PRINCIPIO DE LOS 60. ¡Qué manera de mortificarnos el viejo con eso del parque!

Es que además de la producción, le gustaba el paisajismo, algo que en su caso no era contradictorio con su sobriedad ni con otros rasgos de su personalidad.

Sábado a sábado una parva de hermanos, más algunos amigos y primas, salíamos de Bs.As., apretados en una camioneta carrozada. Lo único que nosotros queríamos era llegar al campo y comer a las apuradas para “cazar” caballo. Sin embargo, con gran disgusto de nuestra parte, papá invariablemente paraba en los viveros de plantas ornamentales, donde solía demorar horas.

Esas visitas eran parte del programa en el día de la semana que más disfrutaba y, para nuestra exasperación, alargaba los tiempos eligiendo morosamente especies y ejemplares o conversando con los viveristas, a quienes consideraba personas afortunadas que ejercían lo que para él tenía algo de vocación frustrada.

Cada árbol, cada macizo, cada volumen, contraste y tonalidad habían sido pensados, re pensados y volcados en un plano que le había exigido mucha elaboración, más aún cuando debía encontrar reemplazos para especies faltantes.

Después teníamos que ayudar a repartir las plantitas en sus lugares, con arreglo a ese plan preciso y a la identificación que cada una tenía fijada en una tarja de madera. Esa gimnasia me permitió reconocer y memorizar los nombres de decenas de árboles y arbustos ornamentales de los que por tanto ver y escuchar se me grabaron los nombres científicos: Taxodium distichum, Acer nebundo y pseudo platanum, Cedrus deodara y deodara  alba, Cupresus lambertiana  y lambertiana aurea, Acacia melanoxylon, Quercus robur y palustris, Chorisia insignis y speciosa, Ginkgo biloba, Juniperus y tantos más.

Pero de chico mi afición por el paisajismo era nula o marginal y la verdad es que al principio el tema me daba algo de tirria.

También habrá sido por eso que decidí que si alguna vez me tocaba tener un pedazo de campo propio, reduciría el parque a lo imprescindible y fácil de mantener.

FINES DE LOS 60 – MEDIADOS DE LOS 70. Papá también era ingeniero agrónomo, le gustaba el campo, especialmente la producción láctea, pero la vida le reservó otros menesteres obligándolo a ocuparse de eso menos de lo que él habría querido.

Resulta que ese campo de la provincia de Buenos Aires era chico considerando la dimensión de la familia y el poco tiempo que podía dedicarle. A su perfeccionismo tampoco le alcanzaba con ser un productor de fin de semana. En fin, en una de tantas crisis lecheras, entendió que la situación podría rebalsarle, liquidó  el tambo. Le habrá dolido tomar la decisión.

Pocos años después y con un pragmatismo que ahora me asombra, cuando yo tendría apenas 18 recién cumplidos, me cedió el timón de la parte productiva para dejarme hacer a mis anchas. Lo habrá meditado mucho, pero fue a su manera, sin mediar ninguna ceremonia formal de entrega de mando. ¡Ni siquiera me dijo algo! Se corrió y me observaba.

Una de las primeras cosas que hice fue hacer moneda un lindo rodeíto de vacas de  cría. Con la plata compré novillos. Casi no hizo comentarios al respecto, aunque supe que se mordía los labios.

Sé que en realidad el principal objetivo de ese campo dejó de ser el sustento familiar, ni siquiera satisfacer la vocación agropecuaria del viejo, sí que nosotros le agarráramos el gusto al campo y sus valores y que sirviera como núcleo de unión familiar.

Ambas metas se cumplieron sobradamente.

Eso sí, con la espalda más o menos cubierta en la faz productiva, compensaba su vocación agropecuaria frustrada enfocándose los fines de semana en el parque y en arreglar las instalaciones.

Los arbolitos que casi no me habían interesado hasta esa época, no me causaron problema en esta nueva etapa, cuando me hice cargo del campo. Es que la obra de mi padre estaba casi lograda y por lo mismo ya no rompía tanto con el asunto, más allá de pedirme, casi rogarme, que regara algunas pocas plantitas nuevas y que controlara las hormigas.

AÑO 76. Dasonomía, penúltimo examen de la carrera. El programa profundizaba poco en las cuestiones técnicas, porque abordaba la temática forestal con un sesgo economicista que alguien habrá considerado adecuado a su idea de lo que debe saber un ingeniero dedicado a la administración.

Pero yo sabía que los de la mesa examinadora no estaban muy de acuerdo con ese desprecio por lo científico o técnico y que por eso mismo se salían de la vaina por llevarnos a su terreno de plagas, fertilizantes, clones, variedades y ese tipo de cosas.

Era un sábado a la mañana y para completar la mesa, debieron acudir a lo que había a mano, casualmente un docente de la cátedra de paisajismo, materia optativa y ninguneada que casi nadie cursaba.

Yo estaba bastante bien preparado y encaré  mi examen con solvencia, protegido además por la baquía que otorga haber llegado a las últimas materias. Sin sobresalto fui respondiendo las preguntas  y al final, como era de práctica, me entregaron muestras de follaje para identificar especies.

Al principio lo sencillo, árboles de interés en forestaciones, eucaliptus, pinos, sauces de valor forestal, etc., luego leñosas nativas de importancia maderable.

No va que, cuando creía que ya estaba descartaba una calificación digna y por una simple cuestión de cortesía, dan al examinador invitado la oportunidad de cobrarse la mañana perdida, ofreciéndole hacer algunas preguntas.

El hombre empezó a tirarme especies ornamentales. Comenzó por las obvias y conocidas y después con una mezcla de saña y asombro me fue llevando a ejemplares más y más raros.

La cuestión es que el tipo no podía creer mi soltura para responder.

En fin, que después de haberle tomado examen al último, pero antes de entregar las notas, el paisajista salió al pasillo para hablar conmigo, interesadísimo en lo que suponía mi vocación frustrada por los parques y jardines, extrañando que yo no hubiera optado por cursar su materia.

Sabiendo por mi libreta universitaria que en un par de meses habría rendido mi último examen, quiso convencerme de trabajar en su cátedra y entre otros argumentos esbozó una relación en la que ni él ni yo creímos, entre la economía–especialidad que yo cursaba- y lo estético.

Para agrandarme más –siempre pensando en la nota del examen- mencioné como al pasar, los nombres de algunos próceres del paisajismo: Thays, Dormal, Ezcurra o Carrasco y algún otro que había oído del viejo.

Por supuesto le mentí al sugerir que Paisajismo y la jardinería  eran poco menos que la meta de mi vida. Supongo que la zalamería contribuyó bastante a una de las notas más altas de mi mediocre carrera.

Por muchos años fue la última vez que la palabra paisajismo ocupó mis conexiones neuronales.

Dos cuestiones contribuyen a explicar el conflicto permanente por el parque.

APORTE A LA TEORÍA DEL VALOR. No puedo dejar pasar todo este asunto sin tratar de sacar alguna conclusión, que me ayude a administrar el conflicto generado por mí parque.

Por de pronto hay un razonamiento que podría considerar una humilde contribución a la teoría del valor y que se explica por el cambio en la importancia asignada a las cosas a lo largo de la vida o las circunstancias. (Aunque sospecho que ya habrá quienes lo hicieron)

Los economistas conductuales tan de moda se interesan en elucidar la zona gris que está en la sicología de la decisión económica.

“Mi reino por un caballo” pone Shakespeare en boca de Ricardo III de Inglaterra, antes de que este muriera en la batalla de Bosworth en 1485.

Objetivamente un reino vale mucho más que un caballo hasta que sus patas pasan a ser lo único que podría salvarte.

También aquello de “París bien vale una misa”, que habría dicho Enrique IV de Navarra, decidido a abjurar de su credo protestante en el afán de ser aceptado como soberano de Francia e inaugurar así la dinastía de los Borbones.

Enrique asumió en occidente el concepto de “Politique” recién inventado por quienes lo aconsejaron. (La mayoría de nuestros políticos no saben un catzo de historia, pero creo que son tan realistas como “Les Politiques” protestantes y católicos que asesoraban a Enrique, cuando le sugerían dejarse de joder con cuestiones confesionales; más aún, estoy convencido de que los nuestros manejan el concepto con más frescura y asiduidad)

En mi caso la importancia que doy a un humilde parque, se debe al valor que asigno al tiempo que me queda para disfrutarlo.

Con más de 70 años, aquella avenida de lapachos en flor o la claridad de una noche de luna llena sobre las humildes construcciones a dos aguas rodeadas por mi sobrio parque, cifran para mí más que los valores que usualmente se vuelcan en el cálculo de la Tasa Interna de Retorno.

Sin embargo, por más estética y sensibilidad que la sustente, mi posición es tan eficientista como la de cualquier administrador o ingeniero agrónomo bien formado, solo que mi realismo pondera en la ecuación la necesidad de retribuir más al tiempo restante, por ser este el insumo más escaso.

Más aún, considero que la ciclicidad del conflicto generacional se explica también por la valoración diferencial de esa variable, un joven sabe que tiene una vida por delante mientras yo sé que he consumido gran parte de la mía.

PARA QUIÉN HACEMOS LAS COSAS. Es bastante obvio que más o menos conscientemente, mucho de lo que hacemos y aún las metas que nos proponemos, se explican porque tratamos de demostrarle algo a alguna persona que es o fue importante para nosotros.

Puede ser un docente o alguien que influyó y dejó su huella en nuestra elección de vida o vocación, por supuesto nuestros padres, algún amor.

En mi caso, no hace falta acudir a una elucubración psicoanalítica compleja o a un razonamiento estrafalario, para entender que mi voluntad de tener un establecimiento lindo, prolijo y ordenado no se explica solo por cuestiones de estética o eficiencia funcional.

Sé perfectamente, que además quiero que se mantenga en permanente “situación de revista” en condiciones de superar una imposible inspección de papá, que murió hace 35 años.

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