Qué desagradable es ingresar a un local comercial y encontrarse con un encargado malhumorado que trata mal a los clientes. Nadie extrañará a un negocio así si termina fundiéndose.
Nuevamente vuelvo a encontrar declaraciones del candidato a presidente de La Libertad Avanza, Javier Milei, referidas a su deseo de cortar relaciones con países que resultan esenciales para la matriz comercial argentina.
“No sólo no voy a hacer negocios con China, no voy a hacer negocios con ningún comunista. Soy un defensor de la libertad, de la paz y de la democracia. Los comunistas no entran ahí. Los chinos no entran ahí. Putin no entra ahí (…) Nosotros queremos ser el faro moral del continente”, aseguró el candidato más votado en las elecciones primarias de agosto pasado en una entrevista concedida al periodista estadounidense Carlson Tucker.
Ep. 24 Argentina’s next president could be Javier Milei. Who is he? We traveled to Buenos Aires to speak with him and find out. pic.twitter.com/4WwTZYoWHs
— Tucker Carlson (@TuckerCarlson) September 14, 2023
Francamente, espero que tales afirmaciones sean una puesta en escena teatral y que, si logra ganar las elecciones y asumir la presidencia el 10 de diciembre próximo, al momento de la verdad designe un equipo profesional que implemente un enfoque pragmático como el emprendido por Chile, un país con una dirigencia que tempranamente entendió la importancia de establecer Tratados de Libre Comercio (TLC) con las principales economías del mundo, algo que, más allá de las cuestiones partidarias e ideológicas, a ningún político chileno racional se le ocurre cuestionar.
Tengo que reconocer que cuando escucho las declaraciones de Milei tengo la impresión de estar observando –a través de la pantalla de un televisor de rayos catódicos– la imagen de archivo de una transmisión realizada en la década del ’80 del siglo pasado.
Si el candidato de la Libertad Avanza decide finalmente someter la política exterior argentina a una cuestión ideológica, entonces puedo asegurar que el país se encamina hacia el desastre porque el sector agroindustrial, la principal fuente de generación de divisas y un rubro clave para consolidar la ocupación soberana del territorio nacional, enfrentaría dificultades probablemente más graves que las experimentadas con la máquina trituradora de oportunidades del kirchnerismo.
No existe manera, en el mundo en el que vivimos, de establecer relaciones comerciales sin la intermediación de los Estados, tal como recientemente explicaron los ex funcionarios Santiago del Solar y Guillermo Bernaudo. Eso no es una cuestión opinable: es un hecho y, como tal, podrá gustar o no, pero es inevitable asumirlo.
Ya advertimos en Bichos de Campo que sin el mercado chino la Argentina se puede ir despidiendo del sector frigorífico exportador de carne vacuna. Especialmente porque la Unión Europea, el principal mercado de cortes frescos, va camino a implementar –con la excusa de la deforestación– una barrera comercial formidable diseñada para regular las importaciones de muchos alimentos, entre ellos –claro– las proteínas cárnicas.
Se trata de caso más obvio, pero está lejos de tratarse del único. Vietnam, una nación –al igual que China– gobernada por un partido comunista, es el principal comprador de harina de soja y de maíz, dos productos clave en la matriz comercial argentina.
Una década atrás podíamos decir “Argentina es tan importante en el ámbito agroindustrial que, más allá de lo que haga, siempre tendrá clientes”. Pero esa premisa dejó, lamentablemente, de ser válida y este año recibimos una gran lección al respecto, con un desastre productivo inédito que pasó prácticamente inadvertido en el mundo porque Brasil cubrió gran parte de ese formidable “bache” de oferta.
El hecho de pasar a ser un “país satélite” de una potencia agroindustrial lo cambia todo, aunque gran parte de la dirigencia política argentina aún no se haya dado cuenta.
¡Se derrumba el precio de la soja argentina! Pero esa no es la peor noticia
No está demás recordar que EE.UU., durante la presidencia de Donald Trump, bloqueó el ingreso de biodiésel argentino para proteger a la industria local. Y que las naciones europeas vecinas de Ucrania prohibieron este año el ingreso de granos de ese origen para resguardar a sus productores a pesar de tratarse de un país invadido con el cual, supuestamente, mantienen una relación fraternal. El mundo funciona así: los “faros” retóricos de la libertad se apagan cuando alguien les toca el bolsillo. Se trata de hacer negocios. Nada más.
Otra advertencia, especialmente importante para un país pequeño y en crisis como la Argentina, es que muchas grandes naciones –con China a la cabeza– suelen emplear la política comercial como infalible método de aleccionamiento. Lo aprendió Mauricio Macri cuando quiso desactivar el proyecto de las represas santacruceñas y se encontró con el gobierno de Xi Jinping bloqueando el ingreso de aceite de soja y congelando todas las habilitaciones pendientes de productos agroindustriales. Y también el ex primer ministro australiano Scott Morrison cuando desafío a China en 2020 y la nación asiática bloqueó la importación de cebada australiana (entre otros productos) para recién este año restablecer la posibilidad de que vuelva a ingresar a su mercado.
Quizás Milei está imaginando que, durante su gobierno, el desarrollo de diferentes sectores económicos –como la minería, hidrocarburos, turismo, programación y demás– será tan formidable que podrá “darse el lujo” de sacrificar al campo. La realidad es que, aun suponiendo que tal escenario resulte factible, no existe manera de alcanzarlo sin un flujo colosal de divisas aportado inicialmente por el sector agroindustrial.
Esperemos que todo se trate de una simple puesta en escena. Y, si no es el caso, Argentina seguirá haciendo un aporte inestimable para promover el desarrollo agroindustrial de Brasil, Paraguay y Uruguay.
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